Oslo: La llegada y la navidad.

1 01 2011

La escultura de un tigre en las afueras de la estación de autobuses, y con una lata en su hocico.

24 de diciembre; un desayuno agridulce en el Smart Camden y una caminata hasta la Marble Arch Station y estaba listo para emprender el camino hacia Oslo. Como en la ocasión anterior, la única manera de llegar a tierras nórdicas desde tierras sajonas era por aire, así que me apunte a Ryanair otra vez, esperando lo peor, pero por fortuna no pasó nada más allá de un pequeño susto por el retraso de mi autobús hacia el aeropuerto y azafatas feas. Al momento de dejar Londres me embargaba un sentimiento parecido al de mi primer viaje hace un año cuando dejé París, pero pronto el cansancio se hizo evidente en mí y caí dormido para despertar casi al instante pues el vuelo entre ambas ciudades fue de hora y media, un trayecto en microbús guinda desde Campestre a Matilde dura lo mismo…

Si Londres despertaba en mí emociones y expectativas Oslo no se quedaba atrás. Las tierras nórdicas siempre ejercieron en mí influencia significativa desde mi infancia y en mi adolescencia, y aunque a últimos años me había inclinado más por la Europa central y mediterránea no podía dejar de sentir en mi interior esa cosquilla de niño ilusionado que va a su primer encuentro con lo desconocido. Oslo surgió como destino por el precio mayormente, pues desde Londres lo más barato para volar era esa ciudad. Pero no solamente eso catapultó mis sentidos hacia el norte, sino que también la enorme necesidad de hacer algo diferente en este viaje fue lo que me llevó a no buscar destinos comunes, a no enfrentarme de nuevo a casos como el de París y Londres y a no caer en las expectativas comunes de los demás.

Luces en el parque frente al Palacio Real.

El sentido fuerte de individualismo del que hago gala cada vez que puedo también jugó su papel y terminó por convencerme de que a partir de Oslo el viaje se haría por las regiones extrañas y oscuras que no aparecen en las guías de turistas, el viaje se llevaría a cabo no en los destinos de los paquetes que se compra la gente que quiere comprar la cultura y que anhela poseer un pedazo de vida bebiendo y rumiando lo que el paquete le ofrece. A partir de Oslo empezaba una nueva etapa en viajes, y decidí buscar el frío, el máximo frío posible… y lo logré.

Apenas aterricé en Oslo me di cuenta de que me estaba metiendo con fuerzas naturales muy pero muy superiores a mi resistencia. La temperatura era de -16°C cuando salí del avión, y la escalerilla que colocan para bajar de la nave me dio a entender que aquí no se juega con el frío: Estaba totalmente congelada. La nieve en Oslo no es nieve, la nieve normalmente puede aún ser manejada, puede aún ser pateada, agarrada. La nieve es juguete de muchos y alegría de otros, pero en Oslo la nieve es hielo, y el hielo es mortal. No supe cómo lo hice pero bajé de la escalerilla como un borracho, aferrándome en todo momento al helado pasamanos. 10 minutos después ya estaba dentro del aeropuerto Oslo-Rygge, uno de los tres aeropuertos pequeños que tiene la ciudad. La seguridad si bien no es impresionante si es muy escrupulosa, la tipeja de la aduana hizo más preguntas que en cualquier otro país de Europa en el que he estado, lo cual me causó cierto malestar pues el frío seguía llegando desde el pasillo y la tipa se veía muy cómoda con su calefacción y su gorrito… finalmente pude salir para apenas poder tomar el último autobús a la ciudad, pues como es costumbre de Ryanair los vuelos no llegan a donde dicen, sino a aeropuertos alternos, la vieja historia de siempre, ya saben.

Mi árbol de navidad, mi primer regalo de Oslo.

Aquí vino el primer golpe de la sociedad noruega para mi bolsillo: El maldito autobús costaba unos 200 krones, lo que es en euros unos 50. Oslo es cara, más cara que Londres pero no por el tipo de cambio de su moneda (la libra esterlina cuesta más que el euro y que el krone) sino por el precio de las cosas. 200 krones pueden sonar bien, pero realmente alcanzan para pocas cosas, así que me entenderán si llevo pocos recuerdos de Oslo para ustedes pues se me dificultó mucho poder sobrevivir con tan limitados recursos en un lugar tan caro. El autobús hizo una hora de camino aproximadamente, pero fue una trampa mortal ir tan confortable, con el calor llenando los asientos, el respaldo acolchado y la música de mi reproductor sonando suavemente en mis audífonos… todo iba como en un sueño, todo estaba perfecto para llegar a Oslo y hacer de la capital nórdica mi hogar esa navidad, pero el panorama fue diametralmente opuesto pero jodidamente bello.

Karl Johans gate, una de las principales avenidas de Oslo. Que diferencia con las principales de Londres...

Al salir del autobús el frío ya era de -17°C. La noche ya había caído a pesar de ser apenas las 7.00 pm, y la ciudad estaba literalmente muerta. Las únicas sombras que se veían en la calle éramos nosotros, los recién llegados del autobús. Oslo estaba fría, estaba oscura, y estaba desierta. Pero había algo que me llamaba dentro de esa estampa de ciudad fantasma, las luces apenas y eran las de los faroles de las calles y algunos adornos discretos de navidad. Las luces de los autos pasaban esporádicamente entre algunas calles que no dejaban ver al auto, sólo al espectro luminoso blanco y rojo de sus faros. El único sonido perceptible aparte de mi respiración helada y de mis pasos apresurados era el del frío: El frío se escucha, y se escucha en Oslo con todo su esplendor.

Tuve muchísima fortuna en preguntarle a un amable tipo sobre una de las calles que necesitaba para emprender mi camino hacia mi hospedaje, y me ayudó bastante en señalarme en mi mapa la ruta más corta (Karl Johans-Henrik Ibsen-Bigdøy Alle-Kristineludveind), aunque me hundió un poco al decirme que caminando estaba a más de una hora pues era algo lejos el lugar. Pero como guerrero que soy y como Enrique Galindo lo sabe, tomé mi mochila, la amarré a mi cintura con sus miles de correas, me arregle el sombrero y la bufanda y comencé a caminar. Como ya mencione, Oslo estaba muerto, así que me preocupaba no poder encontrar algo para llenar mi estómago pues desde el Smart Camden no había probado bocado alguno, exceptuando la mitad de un paste frío que guardé y que comí antes de subir al avión. La cena de navidad nunca ha revestido una especial importancia para mí –al menos desde que cumplí 18- por lo que no me preocupaba mucho la cena en sí, sino poder tener algo que calentara mi estómago y que fuera digno de una navidad peregrina, como el año pasado en París y su cous-cous.

Burger King.

En seguida me di cuenta de que Oslo no es ni la mitad de cosmopolita de lo que es Londres, pero aún así cuenta con un agradable centro con «comodidades» tales como un Burger King, locales de Kebab (hay kebab en toda Europa, eso si no tiene objeción), tiendas semi lujosas y cosas por el estilo. Pero en medio de helada noche todo, absolutamente todo estaba cerrado. El frío se hacía cada vez más fuerte en mi percepción, pues a pesar de que la temperatura se conservaba fluctuando entre los -14 y -16°C yo no podía sacar mis manos del abrigo pues de inmediato sentía el frió apoderarse de mi dedo defectuoso y amenazaba con romperlo en pedazos, como si estuviera congelado en carbonita como Han-Solo. Mis últimos cigarrillos Delicados se fueron consumiendo de manera compulsiva pues no era tanta mi ansia de fumar, sino de prender el encendedor y sentir por unos instantes el calor en mis manos. Oslo me estaba recibiendo con dureza, con el frío más fuerte que alguna vez haya sentido en mi vida, en serio. Londres es para nenas, París para maricas, el frío de Venezia es para artistas, el frío de Charleroi es una broma. Oslo es el lugar en donde quiero morirme definitivamente, quiere hacerme uno con el frío pues es brutal, es un frío con el que no se juega ni se intenta siquiera. Oslo me estaba saludando a su manera, eso era todo. Entendí eso cuando al pasar por el Henrik Ibsens gate vi con una sonrisa cómo las frases de este genio de las letras noruego están inscritas en el pavimento, recordándole a todo el caminante que siempre vendrán tiempos cálidos después del frío.

Las frases de Henrik Ibsen en las calles.

En esa misma calle encontré un pedestal en donde se leía “GRATIS” y otras palabras extrañas para mí, pero pude deducir por los pequeño arbolitos que ahí había apilados que los mismos eran gratis, que se podía tomar uno y largarse a adornarlo. Y eso justamente fue lo que hice, mi primer regalo de Oslo además del saludo del invierno fue mi arbolito de navidad y gratis. Eso si ameritaba una cena navideña, pero primero había que encontrar el hospedaje y luego un lugar para conseguir comida que por todos los demonios estuviera abierto. Al final encontré un 7-Eleven, cosa rara para ser Oslo pero no cuestioné mi suerte, agradecí que estaba ese lugar ahí y compré un café mientras pensaba que pedir de cena. Lo mejor fue que un tipo de medio oriente, un inmigrante clásico era el dependiente, por lo que él no celebraba la fiesta pagana del cristianismo y tendría abierto toda la noche, así que decidí mejor encontrar mi hospedaje y después regresar, así estuviera cayendo hielo… otra vez. Por fin y después de menos tiempo del señalado por mi amable guía encontré mi valle, la Kristenludveind. Pero ni signos de algo que remotamente pareciera un hostal, la calle estaba encendida con adornos y con las luces de auténticas chimeneas que se veían a través de las ventanas con cortinas abiertas.

El vicio en Oslo.

Esto es algo que quisiera recalcar de manera importante: Los noruegos celebran la navidad de una manera que jamás había visto antes, no con toda la familia junta quizás pero sí con un ambiente en sus casas, una decoración tal que parecen directamente sacados de una navidad de película. Las chimeneas son reales, y ellos no festejan al gordo de Santa sino a su propi versión de Papa Nöel, abundaré sobre eso más adelante. Los colgajos y el muérdago aquí son de verdad, los colores son más sinceros, los olores son especiales. Toda la calle y de hecho casi todas las calles huelen a leña, pero no a vil leña sino a leña de hogar. No sé de qué árbol la saquen, pero si sé que las calles huelen a esa leña que a pesar del frío hace que extrañamente uno se sienta confortable, esperando llegar a algún lado desconocido pero con la certeza de que se llegará. Algo curioso también es que no sé por qué –y nunca lo investigué- en algunas casas se colocan latas de cera prendidas, lo que conocemos coloquialmente como “veladoras” pero en lata, las cuales arden sin temor ante el frío debido a la lata justamente. No supe su significado, pero en muchas casas las vi, siempre dos y siempre a ambos lados de la puerta, incluso después de navidad volví a ver algunas cuantas en mis caminatas nocturnas. Mientras buscaba mi hospedaje –la Kristenlund Residence- podía ver esas velas, podía oler esa leña, podía ver las escenas navideñas que se desarrollaban adentro. Los festejos eran moderados y eso que ni cerca de las 12 era, o sea que la cena yo suponía estaba apenas por salir del horno. Pero las risas y la alegría navideña se podía sentir en toda la calle; un tipo impecablemente peinado y vistiendo sólo un chaleco y pantalones normales me dio las buenas noches mientras paseaba a su perro y aproveché para preguntarle sobre mi destino, a lo que respondió que él no sabía de ningún hostal en esa calle, pero que si no lo encontraba era bienvenido a pasar a su casa para llamar por teléfono al lugar si es que así lo ameritaba la situación. Gente nórdica, tan frío el lugar pero tan cálidos en su hablar… comenzaba a desesperarme de cargar esa enorme mochila y mi árbol, mis cigarros casi se acababan y ni rastros de la Kristenlund.

Kristenlund Residence de día.

Finalmente encontré debajo de capas y capas de nieve la placa en la pared casi a nivel de piso que señalaba el lugar. Y una vez que llegué a la puerta… cerrado. Ni rastros del recepcionista o de alguien que estuviera adentro. Un silencio permeaba al lugar, y a pesar de que su elegante arquitectura por un momento me distrajo de mi mala suerte no pude menos de tocar la puerta como loco desesperado. Casi 20 minutos de incertidumbre congelada pasé afuera de la residencia, di la vuelta por la entrada trasera, me caí en la nieve pues no se veía nada y de nieve eran casi 20 centímetros; toqué en las ventanas que alcanzaba, grité levemente, volví a tocar la puerta… y nada. Cuando me disponía a ir con el tipo del chaleco y empezaba a hacer un esfuerzo mental para recordar el punto exacto en donde lo había visto ocurrió el milagro, una señora con el pelo húmedo y con todos los rasgos de la nórdica auténtica se asomó por el cristal de la puerta, y de inmediato me abrió.

Mi nota de la recepción. Oslo recibe bien a sus huéspedes.

En su poco inglés me dio a entender que pasara y cuando preparaba mi pasaporte para indagar por mi reservación ella me dio de inmediato un papel con mi nombre en donde los dueños me daban la bienvenida y me indicaban el número de cuarto y toda la información necesaria. La señora debió haber visto mi cara de vagabundo pues después de eso me llevó al comedor común, y me enseñó de donde podía agarrar café y té, lo cual me revivió. Y así, sin pedirme identificación ni cosa parecida la señora me dejó solo, solo en las escaleras de la residencia. Subí a mi cuarto a dejar mi mochila, tomé un poco de café y un té muy bueno (raro que yo diga algo así), hice las cuentas de mis finanzas y con renovados bríos me decidí a salir por algo para cenar, pues para ese entonces ya estaban a punto de dar las 10 pm. Tomé de nuevo el mapa y listo… pero entonces no me pude resistir. El mapa indicaba que donde yo estaba quedaba cerca el mar… y un mar de invierno con esas condiciones era algo que jamás había visto antes así que… al carajo la comida y la cena, al diablo la navidad, lo importante era ir a ver que podía ofrecerme Oslo de regalo por haber llegado, y de verdad que no me decepcionó ni esa noche ni todas las que pasé ahí. Oslo es una de las pocas ciudades que pueden presumir de ser bellas de noche o de día, con luces o sin ellas, con gente o desierta.

Camino al bosque.

(No hay fotos de ese momento, pues es sólo mío) El mar de nieve que contemplé me dejó extasiado. Las luces que me permitían ver el soberbio espectáculo eran las de unas farolas pardas (por tanta nieve también) en el muelle pequeño que ante mí se extendía. Pequeñas embarcaciones estaban atoradas en hielo, prácticamente flotaban sobre un témpano enorme. Y más allá, a través de la noche se alcanzaba a ver el bosque. El frío y los patos nadando en huecos dentro del témpano eran los únicos sonidos y la vista hacia el mar era tan bella que no pude menos que sacar de nuevo el lado sensible, y derramé unas gotas de sal en honor a Oslo, en honor a mis recuerdos y a mis anhelos, en honor a mi navidad con la ciudad. Después de pasear por una media hora entre el cada vez más inhumano frío me decidí a regresar al nido de formalidades, así volví con el árabe de la manera más rápida que pude y compré una pizza de microondas y una Coca-Cola, así como unas galletas. Y así, comiendo en el camino mis galletas me di cuenta de que nunca pero nunca había pensado en pasar un 24 de diciembre así: Vagando por el frío en Noruega. Atrás ya quedaron las fiestecitas con aquellos que hoy son normales, atrás quedaron las reuniones sin sentido y sin otra emoción que la de la mala arte del vino. Hoy cualquier fecha se pasa así, con los que son y siguen siendo, con los que serán para siempre, con los que me hacen crecer y no regresar, con los que somos cristales diáfanos en medio de la noche de mediocridad. Y cuando no es posible el abrazo siempre queda la certeza de que no se necesita: Abrazar y añorar el recuerdo es simplemente suficiente.

Recuerdo.

El frío me recordó que sigo vivo, me recordó que la razón del viaje es esa. Y por mi parte recordé a aquellos, a quienes desde Oslo les dediqué mi canción en el mar y les dediqué mi mano en el hielo, aquellos que son junto conmigo y que siempre serán… hasta siempre.

Bosque noruego.Construcción curiosa.

Las calles del centro de Oslo desiertas.

Iglesia en Karl Johans gate.

Conciertos de bandas locales.

Un adelanto del próximo post...


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